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Resulta un tanto complejo determinar los aportes que dio a la humanidad el Cristianismo Primitivo, y por supuesto, cuál ha sido el legado para la sociedad en esta época. Y es que uno se debe ubicar, desde los tiempos del Imperio Romano, en cómo fue el surgimiento y desarrollo del cristianismo, dentro del cual circundaba la vida de los ciudadanos. En este artículo te podrás documentar cómo se vivieron esos tiempos donde la cotidianidad era marcada por la religión.

Cristianismo Primitivo

Cristianismo Primitivo

Lo primero que se debe analizar sobre este tema es los posibles aportes que el cristianismo primitivo hizo a la historia de la humanidad. En ese sentido, se tiene que los seguidores de Jesús descifraron que lo ofrecido por Dios, en la coalición primaria con los judíos, era una alianza nueva, y para ellos Jesucristo fue el precursor del reino de Dios en la Tierra.

Partiendo del vocablo con que se referían al Mesías, se tiene que, en griego, era christos y por ello sus discípulos fueron reconocidos como cristianos. Para ellos Jesús era algo más grande que un líder o curador, por cuanto, todo lo que él expresaba o hacía procedía, del mismo Dios.

De acá se deduce que Jesús se transformó en la reencarnación de Dios. Los que propagaron esta idea instauraron el cristianismo primitivo, que rigió la vida de los creyentes de entonces.

Los años iniciales del cristianismo no pudieron empezar con más contrariedades externas. Fueron en principio acosados por las autoridades romanas, pues se rehusaron a brindar sacrificios y efectuar honores a los emperadores, lo cual eran ritos y practicas obligatorias, en señal de respetos a las autoridades de esos tiempos. Los que se oponía era objeto de represalias; fue cuando comenzó el calvario de los cristianos de entonces.

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Los dirigentes cristianos más importantes fueron Pedro y Pablo, así como un pequeño grupo conformado por Priscila, Jaime, Esteban, Bernabé, y Tito.

En sus inicios, el cristianismo padeció de una persistente persecución de parte del judaísmo. No obstante, en menos de veinte años a partir de la muerte de Jesucristo, las creencias del cristianismo se había enraizado y contaba con adeptos en ciudades tan significativas como Atenas, Éfeso, Colosas, Tesalónica, Filipos, Corinto y en la misma capital del Imperio, Roma.

Cristianismo y el Imperio Romano

Por supuesto, no podía imputarse ese progreso a la afición del Imperio Romano. Realmente, el cristianismo era para ellos inclusive más incómodo en sus pretensiones, valores y conducta que para los judíos. No solamente desechaba las barreras étnicas, para ese momento tan evidentes, sino que, asimismo, daba una admisión sorprendente a la mujer, se ocupaba por los débiles, abandonados, marginados, o sea, por los que el Imperio no manifestaba ninguna preocupación.

El Imperio Romano dio contribuciones grandiosas, eso es indudable, pero igualmente es real que no puede ensalzarse el suceso de que el Imperio, era una sólida representación del poderío de los hombres sobre las mujeres, de los romanos en los otros pueblos, de los fuertes sobre los débiles, de los libres en los esclavos. No debe sorprendernos que Nietzsche lo considerara un modelo de su filosofía del “superhombre”.

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Ante ese imperio, el cristianismo pregonaba a un Dios frente al cual resultaba improbable conservar la discriminación que dominaba a las mujeres, la devoción a la violencia que se revelaba en los combates de gladiadores, la experiencia del aborto o el infanticidio; la excusa de la infidelidad masculina y la infidelidad conyugal, el abandono de los desamparados, etc.

Por tres siglos, el Imperio liberó en los cristianos toda una cadena de persecuciones que cada vez se hacían más agresivas.

No obstante, no solamente no consiguieron su objetivo de aniquilar la nueva fe, sino que finalmente se posicionó el cristianismo, que fomentaba un amor que nunca habría surgido en el seno del paganismo (el mismo Juliano, el Apóstata lo identificó), y que suministraba decoro y sentido de la vida, inclusive a esos a los que nadie estaba en disposición de conceder un mínimo de respeto.

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Cuando en el año 476 se derrumbó el Imperio Romano Occidental, el cristianismo resguardó la cultura clásica, principalmente mediante los monasterios, que protegieron de manera eficaz los principios cristianos, en medio de un mundo que, con las invasiones bárbaras se había degenerado totalmente. Se fomentó el arte, se estimuló el espíritu al trabajo, la protección de los débiles y el ejercicio de la caridad.

El sacrificio misionero se propagó a la absorción y culturización de los mismos pueblos usurpadores, que a mediano plazo, igualmente se pasaron al cristianismo, como antiguamente ocurrió con el Imperio Romano.

En los siglos subsiguientes, el cristianismo fue determinante para resguardar la cultura, para popularizar la educación, la publicación de leyes sociales o la articulación del principio de legitimidad política. No obstante, fueron elementos que de nuevo se derrumbaron ante las continuas invasiones de otras poblaciones, como los vikingos y magiares.

En corto tiempo, buena parte de los beneficios de siglos pasados se esfumaron, transformados en humo y cenizas.

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No obstante, de nuevo el cristianismo reveló su vigor, y cuando los adversarios de los pueblos cristianos eran más fuertes, cuando no requerían pactar y podían obligar a hacer su voluntad por la fuerza, terminaron accediendo a la gran fuerza espiritual del cristianismo, y lo asumieron en sus regiones, de tal forma que al alcanzar el año 1000 el cristianismo se propagaba desde las Islas Británicas hasta el río Volga de Rusia.

El cristianismo al final del primer milenio

Para ese momento se debe destacar que muchos religiosos, apoyándose en el Apocalipsis, pregonaron la proximidad del Juicio Final a lo largo de estos últimos años. Se ha elucubrado mucho en cuanto a los efectos que estas predicciones ocasionaron en la población europea, básicamente, inculta y supersticiosa.

Quizás por el hecho de que llegara el año 1000 y Jesucristo no se hiciera presente en el mundo, pudo ser un desencadenante de algún sentido de desconfianza hacia la Iglesia como institución. En varias localidades de Francia se llevaron a cabo protestas en contra de las preferencias del clero que, prontamente, fueron proclamadas heréticas por las autoridades de la iglesia, y debidamente sometidas.

Una iniciativa de gran importancia en la política germánica, fue la de evangelizar a los pueblos circunvecinos, de manera que en los últimos años el cristianismo se propagó de manera insospechada.

Para recompensar la meritoria labor que realizó el Papa Silvestre II, evangelizando su país, remitió al príncipe húngaro Esteban lo que ahora se reconoce como Corona de san Esteban, conjuntamente con el título de «Rey Apostólico». De esta manera, Esteban se fue proclamado Esteban I, el primer rey de Hungría.

Los húngaros notaron en esta corona a la realeza, a tal punto que la trataban como a una persona: gozaba de oficiales, propiedades, etc.

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El príncipe Boleslao I de Polonia proclamó a la Iglesia polaca emancipada del Imperio Germánico y fundó un arzobispado en Gniezno.

La fortificación del Imperio Germánico se diferenciaba del agotamiento del reino de Francia. El rey Roberto II había conseguido detener al duque Eudes II de Blois y de Champaña por sus excelentes relaciones con el duque Ricardo II de Normandía.

Si bien, regularmente, las relaciones de Roberto II y la Iglesia eran aceptables, se había manifiesto conflicto. Ocurría que su esposa Berta era además prima suya.

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Las bodas entre primos eran frecuentes entre la nobleza francesa, sobre todo porque era dificultoso para un noble hallar a una dama de su misma clase social, que no fuera familiar, pero para ello era requerido una excepción de la Iglesia.

Regularmente, estas dispensas eran sencillas de lograr, pero en ocasiones había obstrucciones políticas, y cierto noble podía presionar a un clérigo, para que acusara un matrimonio pecaminoso, en su beneficio (o la Iglesia podía usar este argumento como presión).

De esta manera ocurrió con Roberto II, quien finalizó siendo excomulgado, sin embargo, se negó firmemente abandonar a Berta.

Los reinos cristianos del norte subsistían difícilmente procurando, mitigar, de alguna forma, los funestos resultados de sus fieras campañas. El conde de Castilla Sancho I García se colocó delante de una liga cristiana que confrontó al musulmán en Peña Cervera.

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El ejército cristiano comenzó practicando una gran presión en ambas alas del ejército moro, no obstante, el militar y político musulmán Almanzor, conocido para entonces como “azote de Dios”, engañó a los cristianos, al hacerles creer que estaba acogiendo refuerzos; éstos se replegaron despavoridos, y desde de ese instante Almanzor no tuvo problema para controlar la situación; resultó triunfante una vez más.

Por su parte, el rey de Navarra García III Sánchez se había quedado al margen de la controversia, en vista de los nexos de parentesco que tenía con Almanzor, pero falleció ese mismo año, y fue sustituido por su hijo Sancho III Garcés, mejor conocido como Sancho III el Mayor.

El nuevo rey contaba con escasamente unos ocho años de edad, por lo que su progenitora Jimena debió ocupar la regencia, conjuntamente con los obispos de Nájera, Pamplona y Aragón. Así, los dos reinos cristianos más fuertes, Navarra y León, contaban ahora reyes menores de edad: Alfonso V y Sancho III el Mayor.

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